Gustavo Melella sabe que su provincia es, para muchos argentinos, un lugar lejano y desconocido. Un archipiélago frío y ventoso, más asociado al turismo en Ushuaia que a la industria o la geopolítica.
Pero desde su despacho en Buenos Aires, el gobernador fueguino enfrenta una tarea aún más compleja que administrar su territorio: convencer al resto del país de que lo que ocurre en el extremo sur no es un problema local, sino una cuestión nacional.
En una entrevista con el diario Clarín, Melella no solo defendió el régimen de promoción industrial que sostiene a Tierra del Fuego desde 1972, sino que intentó traducir, para un público alejado de la realidad fueguina, por qué su supervivencia económica está íntimamente ligada a la soberanía argentina. Es una ecuación difícil de comunicar en un país donde las urgencias cotidianas -la inflación, el dólar, los salarios- suelen opacar debates más estratégicos.
El gobernador debe lidiar con una percepción extendida: que los beneficios fiscales a la industria electrónica en Tierra del Fuego son un privilegio costoso para el resto de los argentinos, que pagan celulares y electrodomésticos más caros.
Pero Melella insiste en que el problema no es la producción local, sino la cadena de comercialización, y advierte que eliminar el régimen sin alternativas concretas tendría un efecto dominó. No solo se perderían miles de empleos en una provincia donde el Estado es, en muchos casos, un empleador importante, sino que se debilitaría la presencia argentina en una región clave para el reclamo soberano sobre Malvinas y la proyección antártica.
Aquí reside el núcleo de su mensaje: Tierra del Fuego no es una provincia más. Su ubicación geográfica, su historia y su tejido productivo responden a una lógica distinta a la del resto del país. Mientras en Buenos Aires se discute el costo fiscal del régimen industrial, en Río Grande o Ushuaia la conversación gira en torno a cómo sostener comunidades en un territorio hostil, alejado de los centros de decisión y con costos logísticos que multiplican los precios de cualquier insumo.
Melella busca equilibrar dos narrativas. Por un lado, reconoce que la provincia debe diversificar su economía -de ahí los proyectos de salmonicultura, petróleo y turismo-, pero al mismo tiempo pide tiempo para una transición que no deje a miles de familias en el camino. Sabe que, en el imaginario nacional, Tierra del Fuego sigue siendo percibida como un lugar remoto que recibe subsidios a cambio de poco. Por eso insiste en recordar que su desarrollo industrial no fue un capricho, sino una herramienta de poblamiento y soberanía.
El desafío psicológico y político es evidente. ¿Cómo hacer que un país concentrado en sus propias crisis entienda que lo que ocurre en el confín austral importa? ¿Cómo explicar que la defensa de la industria fueguina no es proteccionismo, sino una estrategia de largo plazo para mantener presencia en un territorio codiciado por potencias globales? Melella elige hacerlo a través de un medio masivo, con datos concretos y argumentos que trasciendan el discurso localista.
Pero la pregunta es inevitable: ¿está la Argentina dispuesta a escuchar? En un momento de ajuste y desmantelamiento de políticas estatales, el mensaje de Melella choca contra la urgencia del presente. Su tarea no es solo defender un modelo económico, sino recordarle al país que la soberanía no se construye sólo con discursos, sino con hechos concretos -y a veces costosos- en el lugar donde la patria se termina y el mundo empieza.